BURLESCA: LA REITERACIÓN DE LA PIEL COMO MEMORIA DE FUTURO
Por:
Fernando Vargas Valencia
La
poesía suele presentarse como la reiteración de algo olvidado, de algo que se
supone apenas nuestro. Es ya célebre la frase de E. Evtushenko según la cual "para
ser poeta, amigo, no basta con saber escribir poemas: hay que ser capaz de
defenderlos". Burlesca, primer
poemario de la portorriqueña Iris Alejandra Maldonado, en su edición por
Aguadulce (Puerto Rico, 2014), como todo primer libro, se debate entre las
profundas ansiedades de la poesía como respiración y la promesa de defender los
resquicios poéticos de lo cotidiano como desgarramiento.
Precisamente,
en uno de los poemas escritos (y aún por ser defendidos) en Burlesca se hace una alusión a Auschwitz,
donde la circunstancia de la banalidad del mal se desliza por una memoria
gruesa que involucra el dolor de los amores rotos, como parte del canto en la violencia cotidiana de
lo que urge de rostro. A propósito de la memoria de Auschwitz, Primo Levy
afirmaba al sobreviviente del holocausto como mal testigo, en tanto emisario de un testimonio empático, efusivo y
ebrio de las posibilidades de interpelar al otro mediante la dignidad de su
sufrimiento.
Al
parecer, Burlesca se expresa como un
libro que reafirma la dignidad de lo sobreviviente, en su euforia por
transfigurar el dolor en independencia y dignidad, y puede asemejarse al
testimonio de ese testigo marginal de
lo propio que también alude a un Levy testarudo en la reafirmación poética del otro en cuanto sujeto (que no objeto) de
emociones eminentes.
En
Burlesca, sufrimiento y placer son
improntas poéticas de un libro que re-semantiza el significado de la cicatriz por cuanto sólo una caricia
violenta que deje improntas en la piel puede ser transfigurada en poema-promesa
de varias noches que son la misma y donde el cuerpo es la celebración de la
claridad, de la luz que la herida no
opaca, por ser la metáfora de lo vital.
Atribuirle
un alcance poético a la cicatriz es tatuar en la memoria la belleza de la
promesa, como aquellos y aquellas que deciden cicatrizarse figuras en los
brazos para recordar la alucinación de lo que respira. Dignidad de lo
quebradizo, cuando Burlesca celebra el
éxtasis del propio cuerpo, está negando la desaparición del otro para anunciar
su reencarnación en tanto promesa de vitalidad que solo la cicatriz atestigua. Los
grandes filósofos del sufrimiento humano, como Ricoeur, han dicho que es
precisamente la promesa, basada en la memoria, la principal condición de
posibilidad para el perdón de lo difícil, y por ende, para transcender del
desgarramiento moral a la memoria combativa.
Pero
antes que perdonar el desgarramiento, Burlesca
nos dice que es preciso ejercer una defensa de lo herido para erigirlo en
canto de belleza y esplendor. Se me ocurre asociar algunos de los versos de Burlesca con sucesos de la violencia
estructural colombiana. Al tiempo que en Colombia, por ejemplo, las fuerzas
sanguinarias paramilitares, especialmente las que se encontraban al mando de
alias Mellizo en Arauca, solían ensañarse
con el rostro de las mujeres que, luego de ser violentadas sexualmente, eran
torturadas o asesinadas mediante multitud de golpes o disparos de metralla alrededor
de sus caras, se me ocurre pensar en las mujeres sobrevivientes que con
dignidad contribuyen a su propia re-significación, ya no por la conciencia del dolor,
sino por la memoria de su rostro-voz femenina cuya afirmación es la negación de
la atrocidad marcial y proto-castrense del paramilitarismo colombiano.
De
hecho, la voz radicalmente femenina de Burlesca¸
en este caso, y en un contexto como el enunciado, se manifiesta como una
lección política para el machismo de turno puesto que reafirma la dignidad del rostro/cuerpo
de la mujer, que puede guardar un sospechoso silencio pero que al mirar, coloca
en entredicho, y hasta en ridículo, la violencia masculinizada del
silenciamiento. Burlesca, figuración nocturna de una mujer vestida de encajes y
dueña de sí misma, suena a la inauguración de un rostro a través de la promesa
de la poesía. Los y las sin-rostro recuperan la voz en la defensa de la memoria
gracias a una poesía despreocupada de discusiones esteticistas. En este caso, “la memoria es lo opuesto al olvido y el
silencio es más fuerte que la muerte”, como sostiene la cubana Mirta
Fernández en su Canto de Negritud.
Ojalá
Burlesca se vea incorporada a un
movimiento más amplio de poesía escrita para ser susurrada en la noche
profunda, porque es la noche el territorio de la memoria como necesidad vital. Este ojalá que gira en torno a todo
lo que de promesa tienen los libros primeros de las y los poetas, supone la
esperanza en que este poemario editado por la interesante editorial artesanal Aguadulce, no sea simplemente una
auto-defensa (palabra tan marchita y anti-poética en contextos como el
colombiano o el mexicano) y sea recibido por sus lectores y lectoras también como
la justicia poética de una voz
autónoma y de una memoria donde la laceración revele el secreto de nuestra
frágil condición humana, colmada de placeres, dolores, inconsistencias y
anatemas. Una poética donde la fragilidad de la poesía nos recuerde que es allí
donde está su resistencia y su defensa: en la nombradía de las heridas como sutileza
de quienes saben algo del futuro en los desangramientos.
Libro:
Burlesca.
Autor:
Iris Alejandra Maldonado.
Editorial:
Ediciones Agualduce.
Género:
Poesía.
Año:
2014.
USSA: UN TRATADO DE MISOGINIA REVOLUCIONARIA
Por: Fernando Vargas Valencia
El Canto II
del Altazor de Vicente Huidobro funda
una teoría nuestramericana de lo femenino.
Se
trata de la epopeya de “la triste noctámbula” que oficia como “dadora de
infinito”. Se trata de aquella que pudo ser ciega pero no lo fue y guarda el
vestigio de su imposibilidad en el tamaño de sus manos, elemento de lágrima que rueda hacia dentro.
Una sensación análoga de fundación poética de una
versión radical de lo femenino se percibe entre las líneas de USSA, poemario de
Benjamin Morales (México D.F., 1984), autor conocido que lo firma como Benjamín
Eliezer. Como en el Canto mencionado del gran Altazor, la presencia de las mujeres en el verso de Benjamín Eliezer
(Morales) va delineando una suerte de geopolítica de Repúblicas aéreas que irrita la imagen poética con la terquedad de
la ironía: “en la punta/ las ciudades/ ya
no son del hombre,/ no son de Dios,/ son del aire/ que lo desprecia todo”.
No puede haber una forma de unanimidad en el
universo femenino, porque cada mujer es la representación y el símbolo de
cierto estado del alma o cierta situación histórica. Pero tampoco pueden
separarse fácilmente las subjetividades de la amalgama que vienen siendo todas
las mujeres: la mujer. Creo que la
situación paradójica en la que se encuentra el que se acerca al universo
femenino, incluso aquel que se presta de dicho acercamiento como metáfora o
como excusa para denunciar contradicciones que están a la base de la época en
la que el poeta sueña anacronismos, es la razón de ser de cierta conciencia
posible de la misoginia, no entendida ésta como burdo desprecio hacia lo
femenino, sino como re-semantización libertaria de lo que significa en verdad ser mujer.
USSA está gritando
la contradicción de un estado de la historia, un ritmo diacrónico que se
desprende de la imagen del mundo resumida en la de “un muro de cerdos que gritan la ternura de su carne”. Para ello, el
Imperio se llama Grace Kelly, Dolly Parton, Condoleezza Rice, pero también es
la voz agujereada de Nina Simone, la mirada taciturna de Norma Jean o la duda
metódica sobre el silencio de Dios de una Susan Sontag. El imperio que retuerce
el cuello de los poetas para obligarlos a decir: “nación sorda nación muerta sobre huesos rojos, crestas y cantos al
desierto de rocas, piedras vivas, ciudades tranquilas que hemos visto en el
magnífico silencio de sus rutas lejos de este fin de tierra”.
Se trata del cuerpo desnudo de un imperio que
también es la promesa de un gran país libertario, como lo soñaba la embriaguez
de Withman. Urdimbre multiforme de un mar hecho de cuerpos de mujeres,
amontonados y yuxtapuestos, “un mundo
fundado entre migajas, ciudades infinitas con venas negras entre montes, lagos
fríos, bosques, ríos de cobre”. Se trata del Mississipi, padre de las aguas
que desemboca en el Caribe, hundido en sí mismo, el río antiheraclitano en el
que los ahogados apuran la ceniza para jugar al espejo quebrado de los
horizontes. Se trata de la Femme fatale que soldados maltrechos y
drogados aman desesperadamente, como sólo “se
ama a la peor de las catástrofes”.
Podría pensarse que las alusiones pseudo-femeninas
que pronuncia la voz fálica a lo largo de la torpe modernidad, son desboronadas
por la poesía de Benjamín como una estatua de sal que nació muerta en medio del
desierto de los decapitados. Hay entonces un tratado de misoginia
revolucionaria detrás de USSA, donde las falsas virilidades de LA democracia,
LA sociedad, LA patria, son sustituidas por la erotomanía del consumidor de
cuerpos derrochados, por los lugares desheredados de la piel, por el que supone
“los enormes prados de un mundo
enfurecido”.
Los largos y briosos poemas de USSA son ríos
desplomados que transmiten la metáfora del juego circular de la vieja y siempre
nueva USA, consistente en imponer la versión más superficial de la libertad,
con lo cual padece la paradoja del libertino sadeano o del vampiro eslavo: al ambicionar
la máxima expresión de la vitalidad del otro, obtiene la anulación total, un
cadáver. Esto quiere decir que la Gran Democracia, la ceremoniosa Sociedad Moderna,
la perfecta Nación Soberana, sólo son posibles si se suicidan. Son el reino de
lo inestable, son el cálculo sobre lo inconmensurable,
son la torpe ilusión de aprehender lo incomprensible “esperando el aplauso/ de los cuerpos escopetados”.
Búsqueda de la otra
mujer, la campesina, la revolucionaria, la poética, la dadora de infinito, la
del Altazor ebrio de trementina y de
universo, USSA de Benjamin Eliezer consume la medida de su tiempo en el verso
categórico, casi que imperativo, a la
manera del versículo. Funda una nación que se derrama en círculos y que
esconde cierta afición exiliada del que ha asumido que su patria, es la mujer
amada. El mar y el fuego, que son uno y son tantos, en el nombre del (otro)
nombre, del nombre, y del (otro) mundo
en su nombre.
Libro: USSA.
Autor: Benjamin
Eliézer (Benjamín Morales).
Editorial: Editorial
Malpaís (México).
Género:
Poesía.
Año: 2009.
KABANGA: HALLANDO LA BELLEZA EN LOS CAMINOS DEL EXCESO
Por: Fernando Vargas Valencia
Recorro las
páginas de Kabanga, poemario del
escritor costarricense Adriano Corrales (San Carlos, 1958) meciéndome en la
hamaca que una hermana arhuaca decidió ofrecerme para pernoctar en su resguardo
ubicado en el camino hacia la Sierra Nevada de Santa Marta, un lugar poético
llamado Umuriwum. De repente, supongo
que el o la Kabanga a la que le habla
el poeta Corrales, es un territorio concreto, un espacio que en sí mismo tiene
vida, subjetividad, sabiduría y belleza.
Comparando el lugar en el que me encuentro con la
ciudad en la que sobrevivo y de la mano de las sensualidades brumosas que
ofrece la pluma de Adriano Corrales, me llega la imagen poética según la cual
es posible una instancia, llamemos así a un instante o a un territorio, en la
que la vida se exprese erótica y libremente. Corrales avanza en el desplome
matinal del tacto en el país de las mujeres visitadas y nos dice con toda
felicidad que la mujer amada, la finalmente elegida, es “la que permite el avance por la curda floja entre los planos oblicuos
donde se cuela el capital con todos sus demontres”.
Esa transferencia de lo sexual a lo geográfico, no
es puramente semántica, es un llamado a trascender de lo particular a lo
general, del lecho de amor al ágora. Esta reversión de los lenguajes lleva en
sí misma la posibilidad de revelar la elevación del Eros a su máxima expresión social: la reivindicación del otro como
territorio de posibilidades infinitas. Es por ello que entiendo en el libro de
Adriano Corrales, una búsqueda de síntesis, o mejor, una obra de filigrana que
se esfuerza por acercar lo aparentemente distante, entre el erotismo individual
y onanista de la sexualidad capitalista y el avance hacia una imploración
crítica, poética y subversiva, por cambiar la realidad hacia una pansexualidad
libertaria.
La poesía asume entonces el papel del retorno a lo
más elemental, lo más sagrado y lo más amado, que en la visión del poeta tiene
naturaleza femenina a la que sólo es posible acceder, como a la belleza, a
través de los caminos del exceso.
Corrales nos dice que siempre volveremos a la mujer amada donde la unidad
prevalece, a su “insatisfecho paraíso
donde nacemos y vamos a morir, y renacemos en el cielo de las estaciones”,
pero páginas más adelante también canta que “los incendiarios de llanuras, selvas, desiertos, ciudades y favelas,
nos satelitizan”.
En ambas imágenes percibo un propósito común:
revelar la hermenéutica de un mundo anti-erótico que persigue de la misma
manera el encuentro sexual de dos o más seres que se aman y desean
descomunalmente, y las hordas libertarias que protestan y exigen una vida más
justa. Porque en ambas expresiones hay profundo erotismo y se reivindica el
sentido orgíastico de lo social, es
que el thanatos persigue y somete la
voluptuosidad del amor y de la revolución a sus aberraciones.
El capital, que en palabras de Adriano Corrales es
el no-lugar que nos obliga a “refugiarnos
en la arquiteclocura del simulacro, en el horror del puñal y el disparo, en la
cadena televisiva de una muerte a plazos”, entra en contradicción profunda
con las relaciones armoniosas y equilibradas entre seres humanos, entre éstos y
la naturaleza y entre estos tres y la cultura, en ese orden de cosas, es la
antípoda del erotismo como totalidad transformadora, como equilibrio posible.
Hay entonces un juego revolucionario en las
dicciones del poeta cuando juega a ser el
lugarteniente de la posibilidad transformadora de lo anti-erótico de las
relaciones entre sujetos sociales, como alguna vez lo mencionó Theodor W.
Adorno (el filósofo de Frankfurt, no el gato de Cortázar), por cuanto el arte
busca el sujeto total. Hombre y mujer
total y sin dividir que logran extirpar el destino de la ciega soledad
individual, que es como se moldean: la forma social de la belleza y la imagen
poética de la sabiduría para el recto vivir de la humanidad, según Adorno.
El erotismo sería entonces la expresión cultural
de las más elementales, profundas y hermosas pulsiones vitales. Es el juego del
enmascaramiento y la desnudez en un ciclo de aliteraciones. Es un bucle grácil
que el poeta sueña en un territorio que llama Kabanga y que también tiene el nombre indígena de territorios
vedados para el capital, donde se puede ser feliz en una hamaca, evocar a la
mujer amada en la desnudes de la noche mecida y donde no es posible alimentar
la pulsión racionalizada, la música de los misterios, sin la presencia del otro
total, síntesis de la fiesta de lo
indivisible. Por ello Adriano Corrales nos dice que “cuando el bailarín se transmuta en danza/ y la danza en música/ los
tres en un solo verbo/ imagen indivisible/ es el relámpago/el misterio/ el
encanto/ primigenio de la sabiduría”.
Libro: Kabanga.
Autor: Adriano
Corrales.
Editorial: Arboleda
Ediciones.
Género:
Poesía.
Año: 2008.
LOS REENCUENTROS: UN ESTADO DEL ARTE SOBRE LA MEMORIA POÉTICA
Por: Fernando Vargas Valencia
De un tiempo para acá, he
considerado que la expresión “memoria
poética” es en el fondo una redundancia, algo así como “memoria memoriosa” o “poesía poética”.
Existen ciertos libros que se erigen en auténticos estados del arte, designios
o batallas de la estricta coherencia entre lo que llamamos memoria y lo que se
cree que es la auténtica poesía.
Algo parecido sucede con Los reencuentros de Pedro Manuel Rincón
Pabón, más conocido en Colombia como Peman-R, un literal quijote de la memoria
poética, de la sutil redundancia del recuerdo eminente anclado en la
insistencia o rítmica testarudez del verso elaborado a la manera de los
alquimistas, a saber, a través de una lucha categórica, incluso a muerte, con
la quintaesencia de las palabras, con la promesa de inmortalidad que se le
escapa de los dedos al alfarero del verso. De allí que en Los reencuentros se lea que “en
tumulto los siglos se resignan/ a extraviar su recuerdo en mi memoria”.
Los reencuentros, como toda buena antología, es un viaje hacia el
pasado de la obra del autor, pero en el caso de Peman-R nos encontramos
fácilmente con un salto de tigre hacia el futuro como el que gustaba dibujar y
repujar Walter Benjamin en sus escritos sobre Baudelaire, la memoria y la
historia del capitalismo. No otra cosa afirma el poeta cuando susurra: “Sé del farol/ que un poco atrás de la
memoria piensa/ su inútil conspiración
contra las sombras/ en las que esculpo en silencio/ la desnuda aparición del
presagio”.
El poeta-tigre, se juega
la vida en el salto, y como afirma insistentemente el poeta colombiano Darién
Giraldo, citando a Claudel, la caída del poeta sobre la ignominia del olvido,
sobre la negación del pasado, es también su forma de volar. El poeta vuela no
sobre lo obvio, lo publicitado, lo repetitiva y ampliamente secundado por el
poder y sus lenguajes colmados de violencias metafóricas y contingentes, sino
sobre lo negado, lo suprimido, lo explotado, lo ignorado.
De allí que las bases
metafóricas del libro (si es que así se pudiera llamar a los epígrafes
inspiradores de los poetas que saben que su obra no es más que el eslabón de
una inmensa cadena de hipertextualidad que le pertenece a la historia y al
lenguaje), sean la idea de Humberto Eco según la cual, cada época tiene el propio sentido de la poesía y la imago de
Baudelaire para quien hay que llegar por
fin al fondo/ de lo ignorado en busca de algo nuevo.
Los reencuentros saben cómo elevar a la más profunda cosmogonía, lo
ignorado, lo prófugo, lo que se despereza en la oscuridad. A pesar de que
muchos de los poemas de Peman-R incluidos en Los reencuentros nacen en épocas donde sería fácil y hasta
plausible serlo, su autor se niega a pasar por el dandy parroquial tan
característico de la poesía altamente publicitada (si es que la hay) del siglo
XX en Colombia y se niega a jugar a las evasiones.
Esta relación entre la
búsqueda de la afirmación de la realidad en la negación de lo evasivo, se
encuentra vinculada con el propósito del poeta, sutil y contundente a la vez, de
construir una metáfora capaz de evocar la plenitud del silencio en lo más
abismal del ruido contemporáneo.
Esta metáfora es una
búsqueda de lo ausente, una obsesión por la presencia de lo diluido por el
tiempo, una obstinación por mostrar que el signo de las existencias se
encuentra atravesado por la ausencia de quietud, por el destierro, por la
sensación de que no hay continuidades en las narrativas existenciales de los
seres sino interregnos fugaces de vitalidad. Una nostalgia no contemplativa que
en algunos casos lleva a la rabia hermafrodita, a la síntesis erótica de la
contradicción de lo exterior representada en la resistencia de los testigos de
atrocidades secretas, que llegan a las ciudades que se suponen indemnes a la
violencia desesperada de la radical otredad.
Allí es donde veo una
suerte de museo vivo de sensaciones que la poética de Peman-R arraiga a la
memoria. Los poemas de Los reencuentros
afirman una memoria comunicativa estructurada en genealogías, muchas de ellas
inventadas o alucinadas por el poeta que ve la belleza en el harapo y en la
paradoja, y a la vez, una memoria cultural sostenida por un mito que es
necesario conjurar, desentrañar y transformar en un país de fantasmas que
carcome el olvido, como es Colombia. De allí que el poeta pueda fundar una
memoria combativa cuando grita: “los que
quisieron quedarse ya están muertos/ como un bloque de piedra cuya estatua/ no
fue por cuenta de la rabia”.
Libro: Los Reencuentros.
Autor: Pedro
Manuel Rincón Pabón.
Editorial: Caza
de Libros.
Género:
Poesía.
Año: 2011.
CONFESIONES DE UN POETA EN UNA CIUDAD QUE ODIA: LA ORFANDAD EXIGE SU RACIÓN DE MUERTE
Por: Fernando Vargas Valencia
Un niño es el hacedor del
crepúsculo. Con él, nace y muere la historia de una ciudad atravesada en el
corazón del mar, como un barco paquidérmico. Ese mismo niño es la conciencia de
nuestras precariedades: su pobreza, su hambre de hartazgo, la terrible
verticalidad de sus monstruos, son el signo de nuestro tiempo. El más indefenso
de los seres pero a la vez el más libre de los “ciudadanos”, es un duende
mendigo que padece los laberintos ensangrentados, los muros atiborrados de
sombras que erigen la ciudad como un embrujo.
David C. Róbinson (docente,
escritor y amigo panameño) dice que es un poeta que quiere entrar en huelga.
Señala con toda transparencia, con ahínco, con sinceridad, que si bien ser
poeta es un raro privilegio, el mismo de “quien
acepta el deber de cantar las profecías”, no vale la pena la poesía si está
atiborrada de decorados, de incipientes y vacíos ornamentos que ocultan la
realidad monstruosa de las capitales de la rabia, las raras geografías de los
edificios que a medida que se acercan a la otredad de lo claroscuro, a las
ambigüedades de la pobreza, a los paraísos perdidos de la exclusión, a las
periferias radicales, se van convirtiendo en viejas ruinas de un tiempo que aún
no llega, en mausoleos verticales donde el grito de los niños que rompen los
vidrios de las oficinas, es el sacrilegio cotidiano.
Panamá está dividida en
dos, y los muros invisibles de las clases sociales, del confort de la supuesta
estabilidad versus los refugios improvisados de lo transitorio, recuerdan la
relación casi mágica entre las olas del mar y las arenas de la playa, un roce
permanente, una suerte de bocanada de caricias que terminan por lacerar la piel
y los dedos que la tocan. Esa ola llega con vestigios de un barco ebrio, y el
poeta puede cantar a los vidrios rotos que se enredan en el agua, a la
putrefacción del ego, a la contradicción del ciudadano común que apenas atina a
sonreír ante la presencia fantasmal de aquellos seres que viven la calle, que
inventan la calle, que derrochan su orfandad bajo el cielo protector.
El poeta en huelga no le
apuesta a la opción mimética de la sonrisa burguesa, busca la belleza en una
sonrisa cuyos dientes están rotos y afilados, la sonrisa de unos labios
lacerados por la sal de la lágrima, por la sangre de la trompada y por el
alcohol del hambre. Es así que el hecho poético es la última de las historias
posibles, la imagen desatada del asombro. La dignidad de la poesía radica en
anunciar la realidad de lo desaparecido, de lo suprimido y de lo ignorado, en
profetizar los golpes de relación entre las historias que supuestamente no
pueden tocarse, que no tienen ninguna posibilidad de ser luz bajo el lente de
la señora seriedad.
El poeta en una ciudad que odia nos habla a través de su niñez a la
que se niega a renunciar no sólo por testarudez sino también por miedo. La
sinceridad de ciertas poéticas permite que las palabras sean la confesión de que cada día somos más
torpes y más pobres, más derrotados y desterrados, menos libres. Hemos perdido
lo poco que nos queda de inocencia y ese barco paquidérmico en el que hemos
agolpado nuestras sombras, es también el vacío y el vértigo, ciudad que parece odiar a los niños.
Pero la dignidad de la
poesía que así se desnuda frente a su lector consiste en ser una promesa, en
transmitir la sensación de que reconocer nuestras precariedades es el primer paso
para soñar la más libertaria de las raíces, para retomar lo que siempre ha sido
nuestro, para asumir la intuición de que lo más oscuro de la noche es la
conciencia posible de la claridad del día. Es por ello que David C. Robinson
pone en boca de un pequeño crepusculero
llamado Joaquín, el conjuro según el cual “al
perdedor sólo le queda la revancha”.
Libro: Confesiones
de un poeta en una ciudad que odia.
Autor: David
C. Róbinson O.
Editorial: Casa
de las Orquídeas.
Género:
Poesía.
Año: 2009.
HILOS DE COCUIZA: MÁS ALLÁ DE LAS ESTATUAS DE SAL
Por: Fernando Vargas Valencia
Existe
un espacio concreto de la actual poesía nuestramericana que asume el quehacer
literario como una auténtica expresión de la resistencia, en concreto, de la
cultural. El mestizaje creador que aporta nuestra cultura a la de la humanidad
entera, además de ser una promesa, es también una invitación al mundo de
occidente a revelarse contra las afirmaciones demasiado explícitas o demasiado
soterradas de un mundo sin posibilidad de cambio. Al lugar atiborrado de
grafismos rotos por el hambre y la desesperación, Latinoamérica enfrenta una
poética claramente definida que invoca cierto pasado supra-histórico en el que
la imagen es, como diría José Lezama Lima, la
última de las historias posibles.
Norys
Saavedra Sánchez (Barquisimeto, 1972) no puede negar la herencia indígena y
radical de sus padres y abuelos. Ella les habla al oído a los muertos no como
tales, sino en un espacio mítico habitado por sus sombras tutelares, por sus
presencias que no se dejan medir por el tiempo. La inmortalidad consiste en
lograr la suspensión de los relojes, en que el olvido del tiempo nos permita
ser contemporáneos de todas las épocas, de los retornos eternos de las
vitalidades como sucede en las mojadas
vértebras del naranjo.
Es
ello lo que puede desprenderse de la metáfora mítica que nos ofrece Norys
Saavedra entre los Hilos de la cocuiza que las manos sabias de su
bisabuela hilaban para forjar la urdimbre que le da sentido e identidad a su
nacimiento. De repente pienso en la imagen de la bisabuela Bartola y llega la
voz del cantautor colombiano Fernando Cely cuando susurra su canción Manos, en la que la imagen de su padre
se fusiona con la de Bartola para enseñarnos algo contundente y que es una
analogía permanente de nuestros mayores: las manos de artesanas y artesanos,
poetas y poetizas que trasegaron las luchas de la memoria, son guías de lo
por-venir.
La
poesía de Norys Saavedra, escrita entre 1998 y 2008 y recogida en una bella
edición de la también mítica editorial Monte Ávila editores, con un impecable y
sincero prólogo del maestro venezolano Luis Alberto Crespo, guarda la esencia
del mestizaje con la que fue parida, con una expresión femenina atonal que nos
recuerda las luchas de nuestras mujeres más amadas, como Anacaona, por sólo dar
un nombre perfumado, una de aquellas mujeres
largos ríos en sus cabezas riachuelos misteriosos. Considero que una de las
dificultades de la poesía consiste en que el lenguaje trascienda la voz
femenina hacía expresiones que no la confundan con los lugares comunes del
falo-centrismo occidental, para lograr con ello que se sitúe en el lugar de las
mitologías más amadas. En Europa, lograr una poética de tal fuerza ha sido
difícil, precisamente por el patriarcado poético que marca el mundo coral de la
cultura dominante.
Sin
embargo, creo que Latinoamérica ha dado voces contundentes que elevando
resistencias y dignidades, delinean la medida de la mujer mítica de la que
habla el Altazor de Huidobro o La Mujer
Habitada de Gioconda Belli. Un buen
ejemplo de las jóvenes voces que construyen un discurso libertario de la
feminidad como trascendencia a partir del discurso poético, es la obra de Norys
Saavedra que oscila entre la soledad del galope y la invocación a la lluvia, en
la metáfora salobre del parir que es romperse para que se funde el paradigma
nietzscheano de toda creación auténtica en la que hay que ser la parturienta y
los dolores de la parturienta. Es
gracioso que para reivindicar una voz auténticamente femenina recurra a la
invocación de dos misóginos (Huidobro y Nietzsche), pero es precisamente en
cierta misoginia que rompe con el paradigma de la mujer-objeto, de la
mujer-contrato, donde se puede vislumbrar la imagen de la mujer libertaria, breve/ precisa/ como la flor suspendida/ del
diente de león/ llevada por el aire.
En
la voz de Norys Saavedra, memoria de los
lugares silenciados por la historia masculina y dominante, se percibe la palabra fundadora de las y los indígenas
que dieron a la palabra el lugar sincrónico de los conjuros y las invocaciones,
sin dejar de pertenecer a su tiempo mestizo, en el que volver a los orígenes es
también una forma de construir el futuro. Hay en la obra de Saavedra un
equilibrio que muy pocos poetas logran, entre el vacío y el hechizo, entre el
sonido de las bestias y el canto humano, por eso puede decir con toda sutileza:
Te tengo/ con mi voz/ de ti, ya no eres/
pues,/ en sortilegios te pronuncio. No hay gritos ni de agonía ni de
hilaridad en esta poesía, sino el ritmo pausado del susurro de las chamanas y
los guardianes de la sabiduría, cuando cuentan historias circulares en las que
no hay cabida para el enajenamiento del tiempo.
Juan
Rulfo o Gabriel García Márquez nos enseñaron, en su momento, a ver lo universal
en lo más profundo de nuestras comisuras como pueblos que se resisten al
olvido, a perdonar muertos en estas
áridas soledades. De allí que pueda decir que la mujer total, soñada por
Huidobro, despertada en la conciencia histórica de una Kura Oqllo o de una María
Cano, también sonríe al sol del Estado Lara, en lo más bello de nuestra amada
Venezuela, trozo luminoso de la Patria Grande hecha de hilos de cocuiza en
resistencia. Para ello, tiene una poeta, también mujer, que la dibuja y
presiente entre el puño y el olvido.
Libro: Hilos de
Cocuiza (Poesía 1998-2008).
Autor: Norys
Saavedra Sánchez.
Editorial: Monte Ávila
Editores, Colección Altazor.
Género: Poesía.
Año: 2009.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)