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KABANGA: HALLANDO LA BELLEZA EN LOS CAMINOS DEL EXCESO
LOS REENCUENTROS: UN ESTADO DEL ARTE SOBRE LA MEMORIA POÉTICA
CONFESIONES DE UN POETA EN UNA CIUDAD QUE ODIA: LA ORFANDAD EXIGE SU RACIÓN DE MUERTE
HILOS DE COCUIZA: MÁS ALLÁ DE LAS ESTATUAS DE SAL
Desviaciones al margen de LITCHIS DE MADAGASCAR
Por: Fernando Vargas Valencia
He oído de Aquiles Cuervo por su biógrafo, Alberto Bejarano. Una mitología o fundación poética que construye su propio teorema, un poema atravesado por el embrujo del cine. El teorema del otro radical, el extranjero en Europa, el latinoamericano en Europa, el colombiano en Colombia, aquel que asume su realidad como una forma de extranjería, de exilio, de desplazamiento forzado. La sensación de la ubicuidad es un proceso en el que la lucidez y el sueño, la maravilla y la torpeza, nos llevan a la máxima expresión de la ruptura de la relación humana, demasiado humana, entre el territorio y la identidad: el albergue.
Aquiles Cuervo lleva en su memoria la intuición de la des-territorialización, de allí que los símbolos radicales de su metáfora de lo ubicuo sean: la noche (la bonarense, la bogotana, la parisina) y el árbol que produce semillas luminosas, el mismo árbol elegido para el ritual de los ombligados de Ananse. Su exilio es una metáfora como es metáfora la masacre que obliga a los campesinos de Colombia o a los republicanos de España, a dibujar el cuerpo desnudo, la geografía testaruda, de su país del futuro, de su territorio soñado en lo lejano: “Ya está amaneciendo, aunque la noche siga tan instalada en el ambiente y en sus espíritus”.
Afuera, las guerras sólo cambian de nombre y de lugar y el recuerdo de aquellos nombres, de aquellos lugares donde la guerra es la misma, aparece en Litchis como una música de alas. La ciudad es entonces el albergue del que huye de sí mismo, porque la guerra es el reflejo de las subjetividades yuxtapuestas, del exceso de corazones que laten tan fuerte que sólo escuchan el eco de sí mismos. En aquel albergue, la espera y la quietud son el cofre en el que se guardan las semillas cuya luz se apaga con el pasar del olvido, con las vidas disueltas, con las obsesiones del canalla, del voyou que no es sólo un hombre y su otro, como en la respiración asmática de Borges, sino que es un país entero: la imagen de un territorio en el que la ciudad es el espacio de las coincidencias y las obviedades, de los caminos que conducen al Imperio voyerista que goza de acusar de canallas a las naciones rebeldes.
Es allí donde podemos acercarnos a otra metáfora: la de las ojeras del habitante de los países rebeldes, como pesadillas recurrentes que envejecen al soñador. Así, los que nacemos en la guerra presuponemos una normalidad añorada, que es, efectivamente, lo desconocido, el misterio que goza con ser develado como los gatos de Baudelaire: añoramos la normalidad que no conocemos. Somos hijos del insomnio, porque tememos morir mientras dormimos. Así, soñamos (en la plenitud de la vigilia) con el pasado que nunca vivimos, que nos cuentan los sobrevivientes del presente y es entonces cuando el insomnio nos hace suponer que la normalidad es el futuro, la conciencia posible de lo que se nos presenta como destino: Hombres que se han hecho viejos esperando volver a una nación cada vez más lejana, jóvenes envejecidos por la espera de la noticia de la muerte del tirano.
Somos entonces, seres desdoblados. Las gitanas tienen el poder de verse a sí mismas desde fuera, como en el canto lúcido de Vallejo, todos sus huesos son ajenos. Las gitanas nos han heredado la posibilidad de escribir sobre nuestras vidas como misterios. Como el misterio o sortilegio de Aquiles Cuervo. De los litchis. De los relatos de héroes que pertenecen irremediablemente a seres anónimos, refundidos en la maleza de la historia escrita. De allí que pueda decir que la literatura no es, no puede ser ya, un escapismo: es un compromiso radical. De allí que la autoría sea un accidente y que el efecto de encontrarse frente a un espejo no puede ser un artificio o una falsa modestia sino la posibilidad de que lo auténtico pertenezca a la tradición o al lenguaje. Como la calle que nunca llevará tu nombre, ni el mío, ni el de Aquiles Cuervo: porque ha de ser una condena ver pasar una y otra vez a personajes etéreos como esta señora, y uno ahí, convertido en nombre de calle, sin poder escribir sobre lo que se ve.
La escritura no es, no puede ser, una simple manía, una compulsión o extravagancia. Yo la veo como una obsesión lúcida, como una necesidad existencial. Como una más de las caras de la memoria. Y como toda memoria, es también una forma, torpe pero auténtica, del poder en un sentido amplio: posibilidad de imaginar que hacemos parte de una comunidad que a su vez, nos imagina como iguales. ¿Iguales a qué? A lo inconmensurable, a lo que no tiene medida. Breve utopía de la evasión que se sorprende con la descripción de lo evadido. Evasión de las guerras y los pasados, evasión de las genealogías de nuestra propia vida, evasión de nuestro verdadero yo en tanto un nosotros, una gitana, una mujer desnuda, un anciano recluido en el Denise Grey. Evasión que en estos tiempos de imperios voyeristas y patrias canallas, parece haberse convertido poco a poco en nuestro Norte.
EN MI PECHO CUELGA UN HURACÁN: Reconociendo las siluetas de las voces
Por: Fernando Vargas Valencia
En mi pecho cuelga un huracán, más que la primera antología de poetas no videntes de Guayaquil, es de los más osados intentos que por estos lados de la tierra se conozcan para hacer visible lo invisible. Para ello, ha surgido desde la expresión más contundente de invocar lo otro: escuchándolo.
Como escribe David Veloz al decirnos: “reconozco las siluetas de las voces”, hay una forma de visión poética que trasciende la expresión lineal de los sentidos, por ello, esta antología nos enseña a conocernos a nosotros mismos cuando nos atrevemos a ver a través de la silueta de la voz del otro. Como sostiene uno de los poemas de Xavier González: “es mejor mirar/ con los ojos del alma/ que tener ojos/ y no mirar nada”.
El lector podrá encontrarse con una sed compartida, necesaria para estos tiempos en lo que lo líquido se espanta como un pájaro mudo. Verse reflejado en el otro, es un acto de la más profunda y radical humildad porque no existe la soledad en estos tiempos de ruidos indescifrables y necesitamos estar ciegos para revocar los gritos de quienes creen ver en nombre de nosotros.
Un poema de Juan Pino, nos recuerda esta sed del otro que trasciende nuestra mismidad: “no hablo de mis huesos ni de mi corazón, ni de mi sangre, y solamente quedas tú allá en la mar”.
El hombre que tiene sed, enceguece, y algún sentenciador atinará a decir: quien tenga manos que escriba. Y aún más: que acaricie lo escrito. Escribir no es pues una acción mecánica o colmada de las falsas lucideces de la razón.
Es un acto de entrega, como en el encuentro erótico. Quien escribe un poema revela su secreto, se desnuda. Y aquel que ha hecho de la caricia su mirada más radical lo podrá contemplar tocándolo. Estos poemas son cuerpos que nacen de la otra mirada, aquella capaz de conocer al otro acariciándolo.
Es así que un libro como este será apenas una búsqueda en medio de una falsa oscuridad, una invitación a tocarse a través del pecho colmado de huracanes que se deja revelar por el poema para cuya lectura se necesitarán siempre dos.
Libro: En mi pecho cuelga un Huracán, Primera antología de poetas no videntes de Guayaquil. Género: Poesía. Selección y prólogo: Augusto Rodríguez. Año: 2010. País: Ecuador.