EL REVÉS ASOMBRADO DE LA OCARINA: Nostalgias para una poética


Por: FERNANDO VARGAS VALENCIA
Diario Momento, Páginas Culturales, 5 de febrero de 2009


Horacio Cavallo (Montevideo, Uruguay, 1977), nos ofrece en su poemario El Revés Asombrado de la ocarina, publicado por Ediciones de la Crítica en el año 2006, una evocación permanente a una ciudad transfigurada en mujer, que a su vez es paisaje sombrío y búsqueda interminable de identidad erótica. Esa mujer puede ser Montevideo, “esa puta triste/ a la que vuelvo siempre sometido/ a oscuros cafetines donde insiste/ en darme lo ganado por perdido”. Ciudades del sur que son el espejo de la nostalgia del gaucho que entremezcla sus miradas y su alteridad con aquel que llega desde la fugacidad de un barco. Hay en esta nostalgia estructural, una poética claramente definida, que contribuye fehacientemente a los paradigmas de liberación de nuestro continente.

En El revés asombrado de la ocarina, están presente Roberto Art, Jorge Luis Borges, Cortázar, Leopoldo Marechal y ese sinnúmero de magos torpes que el sur nos ha dado a manos llenas. La ciudad del sur del sur, es un silencio entorpecido por la promesa y la revelación, por los matices yuxtapuestos de lo indígena, lo europeo y lo criollo. Una suerte de fortín sitiado por el hambre de fuego. De los muchos nombres que recorren ciegamente la memoria, aparecen unos versos cortos, unas imágenes contundentes, una emoción puntual: de repente, se toma un libro, y se funda míticamente la ciudad cotidiana.

La ausencia puebla nuestros silencios mientras más allá del tiempo y de los espacios, las libaciones más secretas, van señalando destinos impostergables. Nos hablan desde el pasado en esa extraña coincidencia de nuestro presente con el futuro de sus voces maravilladas. Sombras inmortales, se funden en una ciudad íntima que es la Nostalgia. En ella, hay sombras, esquinas que nos van llevando hacía la urgencia de estar vivos, hacía la posibilidad de ser inmortales, en El revés asombrado de la Ocarina hay un grito indígena escondido que se vuelve putas y tangos, revés agotado del bandoneón arrabalero que es el agotamiento de una era soportada en ruinas y pobreza, y la revelación poética de su síntesis libertaria:

“Dionisio sabe que lloverá siempre.
Va pateando y ahogando perros tuertos
en un pueblo amarillo de provincia.

En el ranchito rosa, mil hermanos
soplan oscuro caldos hasta entibiarlo.
Se enferman y se pierden y se ausentan.”


La fundación mítica se sostiene de la intención nostálgica del poeta de convertirse en agonista. Las imágenes que la nostalgia ofrece al poeta son escurridizas y somnolientas, son mujeres que aparecen a destiempo, como fantasmas que roen el pan ceremonioso de la ausencia:

“Adoramos a las mujeres somnolientas,
por eso,
cuando menos lo piensan
las guardamos así
amodorradas:
las guardamos así
tras de los ojos.
Y cuando no sabemos hacia dónde
tirar el carro, el lomo y tantas cosas,
sacamos de la nada esos recuerdos:
una tiende ambos brazos hacia el cielo,
otra hunde el mentón sobre la palma,
la tercera bosteza y mira al techo.

Pasamos el invierno casi siempre
evocando mujeres somnolientas”.


En un grito nietzscheano, Cavallo puede recordarnos las palabras del mago Cortázar cuando afirma que “nuestro poeta, mago ontológico, lanza su poesía hacia las esencias que le son específicamente ajenas, para apropiárselas” ya que “Poesía es voluntad de posesión, es posesión”. Esa posesión es una pérdida: me sé yo mismo, fuera de mí. El poeta no puede conformarse con una vida: es todas las vidas, así como todas ellas, son una sola: la de otro. Cuando Horacio Cavallo evoca la Buenos Aires incendiada por los Siete Locos de Art, o el violín orinado bajo las sábanas de la cama de Juan Carlos Onetti, trae a la memoria rota, la sed de posesos de Cortázar y Octavio Paz, herederos de la sabiduría humilde de Jorge Luis Borges: es a otro al que le pasan las cosas que le suceden al poeta. Ese otro, es él mismo. Una memoria clandestina y una vida trashumante: el poeta es el que sueña el mundo posible, pero también es el oficinista de turno. Su sed consiste, en unir esa vida falsa y esa otra vida en la que el tamaño de su esperanza sobrepasa los límites de su cuerpo.

El verso aparece como el espejo donde están juntas todas esas vidas. No hay “afueras” ni “adentros” en los versos. Cuando el poeta Horacio Cavallo dice: “devuélvame el que era, / no soy este/ Y me he visto pasar,/ miraba el cielo/ Devuélvanme ese cielo por lo menos”, nos invita a reclamar nuestro destino: somos más que un nombre, somos los dioses, somos todo y uno, la magia de salirnos de nosotros mismos y de gozar del retorno: “El paraíso es una cama grande/ para uno solo/ Y una mujer sonando su violín/ Y un viejo entre novelas policiales/ con su violín debajo de la sábana/ para poder mear mientras escribe”, dice el poeta que, buscando a Onetti, se sabe finito para ser lo infinito.

Siempre he procurado la lectura de los poetas de nuestro continente, como una excusa para escribir sobre la poesía. Por ello, mirando la brevedad fragmentaria de Horacio Cavallo, quien en sus poemas esconde a un novelista circular, vislumbro que el poema es un intento por decirnos lo posible más allá de los límites de la visión del mundo. Hay una conjunción entre narración y poema en El revés asombrado de la ocarina, lo que me provoca vestigios entrecortados de un Leopoldo Marechal que pretende mostrarnos en sus personajes, un poema cotidiano, un poema entendido como gaya ciencia, golpe de liberación desde lo más íntimo, creación de un nuevo pronombre que desvanece todos los pronombres.

Se presiente, desde los trazos fusionados entre el soneto y el tango de Horacio Cavallo, que en Montevideo sigue lloviendo, que esa ciudad-mujer, esquiva y caprichosa, se yuxtapone en la percepción a este paisaje meditabundo que es Bogotá adormilada, sedada por el paso del tiempo desde las montañas y no se sabe entonces qué besar, qué mirar desde los vidrios empañados de este cielo americano “de fregón descolorido” que “nubla los ojos del que lo desviste”. La poesía puede ser capaz entonces de romper los límites de la percepción, haciendo de la eternidad de su instante, el producto de una urgencia por habitarnos a nosotros mismos.

Como reconoce Cortázar, “la actividad poética (es) el producto de una urgencia que no es sólo estética, que no apunta sólo al resultado lírico, al poema” sino que es un compromiso existencial con una visión nueva del mundo y de las cosas, con el retorno a lo por-venir. Desde allí, la nostalgia es una ciudad colmada de fantasmas silenciosos. Nuestra memoria va recontando sus muertos y los recupera de ese amargo laberinto que es la muerte: el lector puede rescatar del interminable laberinto de una memoria sojuzgada por bestiarios, entre los que se cuenta el de la música y el vino, irreparablemente, el hecho de que la nostalgia es una necesidad existencial. Esta necesidad es la de construir un mundo poético, en el que reconozcamos el terrible destino humano, que consiste en que nacimos inmaduros para la muerte:

“Morir,
Morirse así, sin más remedio.
Si es cierto que la inmortalidad
consiste en repetir hasta el cansancio
el último aleteo de este lado”


En este destino poético hay nostalgia, porque involucra la trasgresión inherente a hacer de la presencia del otro una necesidad vital, lo que es bastante incómodo en un mundo de evasiones. Ese encuentro con el otro, esa hambre de comunión del poeta es la conciencia de que sin el otro, el yo está perdido. Ese otro evocado por la erótica, violenta y a destiempo, de El revés asombrado de la ocarina, evidencia el hambre de comunión inherente a la sensibilidad poética donde se es consciente de que lo escrito, lo dicho, no pertenece al poeta sino a quienes son nombrados en la alusión permanente de su aullido:

“A veces en la noche
me despiertan.
Ladran concatenados y en jardines,
persiguiendo los rabos imposibles,
con las fauces babeantes.
Los he oído:
Tu nombre es ese aullido interminable”.


Libro: El Revés asombrado de la Ocarina.
Autor: Horacio Cavallo.
Editorial: Ediciones de la Crítica.
Género: Poesía.
Año: 2006.

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