Por: Fernando Vargas Valencia
Un niño es el hacedor del
crepúsculo. Con él, nace y muere la historia de una ciudad atravesada en el
corazón del mar, como un barco paquidérmico. Ese mismo niño es la conciencia de
nuestras precariedades: su pobreza, su hambre de hartazgo, la terrible
verticalidad de sus monstruos, son el signo de nuestro tiempo. El más indefenso
de los seres pero a la vez el más libre de los “ciudadanos”, es un duende
mendigo que padece los laberintos ensangrentados, los muros atiborrados de
sombras que erigen la ciudad como un embrujo.
David C. Róbinson (docente,
escritor y amigo panameño) dice que es un poeta que quiere entrar en huelga.
Señala con toda transparencia, con ahínco, con sinceridad, que si bien ser
poeta es un raro privilegio, el mismo de “quien
acepta el deber de cantar las profecías”, no vale la pena la poesía si está
atiborrada de decorados, de incipientes y vacíos ornamentos que ocultan la
realidad monstruosa de las capitales de la rabia, las raras geografías de los
edificios que a medida que se acercan a la otredad de lo claroscuro, a las
ambigüedades de la pobreza, a los paraísos perdidos de la exclusión, a las
periferias radicales, se van convirtiendo en viejas ruinas de un tiempo que aún
no llega, en mausoleos verticales donde el grito de los niños que rompen los
vidrios de las oficinas, es el sacrilegio cotidiano.
Panamá está dividida en
dos, y los muros invisibles de las clases sociales, del confort de la supuesta
estabilidad versus los refugios improvisados de lo transitorio, recuerdan la
relación casi mágica entre las olas del mar y las arenas de la playa, un roce
permanente, una suerte de bocanada de caricias que terminan por lacerar la piel
y los dedos que la tocan. Esa ola llega con vestigios de un barco ebrio, y el
poeta puede cantar a los vidrios rotos que se enredan en el agua, a la
putrefacción del ego, a la contradicción del ciudadano común que apenas atina a
sonreír ante la presencia fantasmal de aquellos seres que viven la calle, que
inventan la calle, que derrochan su orfandad bajo el cielo protector.
El poeta en huelga no le
apuesta a la opción mimética de la sonrisa burguesa, busca la belleza en una
sonrisa cuyos dientes están rotos y afilados, la sonrisa de unos labios
lacerados por la sal de la lágrima, por la sangre de la trompada y por el
alcohol del hambre. Es así que el hecho poético es la última de las historias
posibles, la imagen desatada del asombro. La dignidad de la poesía radica en
anunciar la realidad de lo desaparecido, de lo suprimido y de lo ignorado, en
profetizar los golpes de relación entre las historias que supuestamente no
pueden tocarse, que no tienen ninguna posibilidad de ser luz bajo el lente de
la señora seriedad.
El poeta en una ciudad que odia nos habla a través de su niñez a la
que se niega a renunciar no sólo por testarudez sino también por miedo. La
sinceridad de ciertas poéticas permite que las palabras sean la confesión de que cada día somos más
torpes y más pobres, más derrotados y desterrados, menos libres. Hemos perdido
lo poco que nos queda de inocencia y ese barco paquidérmico en el que hemos
agolpado nuestras sombras, es también el vacío y el vértigo, ciudad que parece odiar a los niños.
Pero la dignidad de la
poesía que así se desnuda frente a su lector consiste en ser una promesa, en
transmitir la sensación de que reconocer nuestras precariedades es el primer paso
para soñar la más libertaria de las raíces, para retomar lo que siempre ha sido
nuestro, para asumir la intuición de que lo más oscuro de la noche es la
conciencia posible de la claridad del día. Es por ello que David C. Robinson
pone en boca de un pequeño crepusculero
llamado Joaquín, el conjuro según el cual “al
perdedor sólo le queda la revancha”.
Libro: Confesiones
de un poeta en una ciudad que odia.
Autor: David
C. Róbinson O.
Editorial: Casa
de las Orquídeas.
Género:
Poesía.
Año: 2009.
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