Por: Fernando Vargas Valencia
Recorro las
páginas de Kabanga, poemario del
escritor costarricense Adriano Corrales (San Carlos, 1958) meciéndome en la
hamaca que una hermana arhuaca decidió ofrecerme para pernoctar en su resguardo
ubicado en el camino hacia la Sierra Nevada de Santa Marta, un lugar poético
llamado Umuriwum. De repente, supongo
que el o la Kabanga a la que le habla
el poeta Corrales, es un territorio concreto, un espacio que en sí mismo tiene
vida, subjetividad, sabiduría y belleza.
Comparando el lugar en el que me encuentro con la
ciudad en la que sobrevivo y de la mano de las sensualidades brumosas que
ofrece la pluma de Adriano Corrales, me llega la imagen poética según la cual
es posible una instancia, llamemos así a un instante o a un territorio, en la
que la vida se exprese erótica y libremente. Corrales avanza en el desplome
matinal del tacto en el país de las mujeres visitadas y nos dice con toda
felicidad que la mujer amada, la finalmente elegida, es “la que permite el avance por la curda floja entre los planos oblicuos
donde se cuela el capital con todos sus demontres”.
Esa transferencia de lo sexual a lo geográfico, no
es puramente semántica, es un llamado a trascender de lo particular a lo
general, del lecho de amor al ágora. Esta reversión de los lenguajes lleva en
sí misma la posibilidad de revelar la elevación del Eros a su máxima expresión social: la reivindicación del otro como
territorio de posibilidades infinitas. Es por ello que entiendo en el libro de
Adriano Corrales, una búsqueda de síntesis, o mejor, una obra de filigrana que
se esfuerza por acercar lo aparentemente distante, entre el erotismo individual
y onanista de la sexualidad capitalista y el avance hacia una imploración
crítica, poética y subversiva, por cambiar la realidad hacia una pansexualidad
libertaria.
La poesía asume entonces el papel del retorno a lo
más elemental, lo más sagrado y lo más amado, que en la visión del poeta tiene
naturaleza femenina a la que sólo es posible acceder, como a la belleza, a
través de los caminos del exceso.
Corrales nos dice que siempre volveremos a la mujer amada donde la unidad
prevalece, a su “insatisfecho paraíso
donde nacemos y vamos a morir, y renacemos en el cielo de las estaciones”,
pero páginas más adelante también canta que “los incendiarios de llanuras, selvas, desiertos, ciudades y favelas,
nos satelitizan”.
En ambas imágenes percibo un propósito común:
revelar la hermenéutica de un mundo anti-erótico que persigue de la misma
manera el encuentro sexual de dos o más seres que se aman y desean
descomunalmente, y las hordas libertarias que protestan y exigen una vida más
justa. Porque en ambas expresiones hay profundo erotismo y se reivindica el
sentido orgíastico de lo social, es
que el thanatos persigue y somete la
voluptuosidad del amor y de la revolución a sus aberraciones.
El capital, que en palabras de Adriano Corrales es
el no-lugar que nos obliga a “refugiarnos
en la arquiteclocura del simulacro, en el horror del puñal y el disparo, en la
cadena televisiva de una muerte a plazos”, entra en contradicción profunda
con las relaciones armoniosas y equilibradas entre seres humanos, entre éstos y
la naturaleza y entre estos tres y la cultura, en ese orden de cosas, es la
antípoda del erotismo como totalidad transformadora, como equilibrio posible.
Hay entonces un juego revolucionario en las
dicciones del poeta cuando juega a ser el
lugarteniente de la posibilidad transformadora de lo anti-erótico de las
relaciones entre sujetos sociales, como alguna vez lo mencionó Theodor W.
Adorno (el filósofo de Frankfurt, no el gato de Cortázar), por cuanto el arte
busca el sujeto total. Hombre y mujer
total y sin dividir que logran extirpar el destino de la ciega soledad
individual, que es como se moldean: la forma social de la belleza y la imagen
poética de la sabiduría para el recto vivir de la humanidad, según Adorno.
El erotismo sería entonces la expresión cultural
de las más elementales, profundas y hermosas pulsiones vitales. Es el juego del
enmascaramiento y la desnudez en un ciclo de aliteraciones. Es un bucle grácil
que el poeta sueña en un territorio que llama Kabanga y que también tiene el nombre indígena de territorios
vedados para el capital, donde se puede ser feliz en una hamaca, evocar a la
mujer amada en la desnudes de la noche mecida y donde no es posible alimentar
la pulsión racionalizada, la música de los misterios, sin la presencia del otro
total, síntesis de la fiesta de lo
indivisible. Por ello Adriano Corrales nos dice que “cuando el bailarín se transmuta en danza/ y la danza en música/ los
tres en un solo verbo/ imagen indivisible/ es el relámpago/el misterio/ el
encanto/ primigenio de la sabiduría”.
Libro: Kabanga.
Autor: Adriano
Corrales.
Editorial: Arboleda
Ediciones.
Género:
Poesía.
Año: 2008.
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