COLOR DE MIEDO: Instrucciones para ser el bufón de sí mismo

Por: FERNANDO VARGAS VALENCIA
Diario Momento, Culturales. 25 de Julio de 2008.

Vivimos tiempos de estruendo. Los golpes ensordecedores de las ciudades y sus venas atiborradas de biocombustibles, se cuelan por el equilibrio de las cosas y agotan las posibilidades musicales. Debo recurrir al sonido de la marimba (especie de vibráfono hecho de chonta, árbol milenario trasplantado del África a la costa pacífica colombiana) y al bucle de los cununos (tambores africanos que interpretan sus descendientes directos en mi país), para poder escribir estas palabras. Tal vez al sonido de la chonta, coadyuven las notas disonantes del bandoneón de Piazolla, celebrando la aparición de Palermo en la mirada de dos compadritos o del órgano de Chick Corea deambulando por los senos de las mujeres de Nueva Orleans.

Me escapo de la ciudad desde su propio centro en un estacionamiento de autos frente a un hospital. Quisiera ser Julio César Arciniegas Moscoso (Rovira, 1953), poeta colombiano quien muy seguramente estará labrando la tierra desde su parcela ubicada en Rovira, municipio del Departamento del Tolima. Quisiera ser por un instante aquel que ignora esta evocación y este anhelo concretados ambos en mis manos, que sostienen como niños ciegos, un libro negro cuya portada reproduce “El Ángel Caído” de Marc Chagall.

En Color del Miedo, Julio César Arciniegas (Premio Nacional de Poesía Porfirio Barba Jacob, 2007) hace un llamado a la auto-contemplación crítica desde dos frentes: el del miedo y el de las palabras. El miedo hace parte de una geometría donde cada uno de nosotros es la línea que se deja repujar arbitrariamente. Nuestras vidas son el pretexto del miedo y de la palabra. Desde lejos, somos líneas entretejidas que se repelen entre sí y el poeta atina a decir que “deben celebrarse estas líneas desaforadas en el sólo pretexto de su vida”.

No somos nada si no somos nombrados. Como el diablo de Antonin Artaud, necesitamos de un brujo que nos conjure. Alguien que nos llame, que nos nombre. Ese alguien es para Arciniegas Moscoso, el poeta, bufón de sí mismo. El poema se nos presenta como testimonio de sí mismo que en la auto-contemplación evoca y sostiene la existencia de quien lo escribe y de quien lo lee. Color de Miedo es un dolor y un salvoconducto, es la muerte “que no puede vestirse de dos veranos” y que se deja replicar por su contraria en el grito horizontal de los que padecen sus embestidas circulares de furiosos imperios en pugna:

“Poco morimos bajo esta luna trágica,
apenas permanecemos en nuestra
podredumbre.
El hombre sabe que su existencia es un grito
horizontal,
la muerte es el otro nombre del tiempo”.

El hospital, el libro, la metáfora de la línea, son indicios de la condición etérea: “la vida es siempre el momento en que todo parece disolverse”. Esta breve frase con la que Julio César Arciniegas termina un poema titulado “En este Instante” es hermana de la sentencia del poeta colombiano Héctor Rojas Herazo, según la cual “hemos sido polvo/, hemos durado,/ Fuimos mejilla, lágrima y suspiro/ y la muerte encendió su lirio oscuro/ cuando apenas rozábamos el mundo”. Como la mariposa, cuyo esplendor, ajeno a la precariedad de nuestra noción del tiempo, dura el instante de su propia eternidad, los hombres somos la ceniza de un incendio en el que la conciencia nos hurta la inmortalidad del fuego. En la voz del poeta que aprehende la historia en la dignidad de un canto que es a la vez el miedo nombrado y la palabra temida:

“De repente, desde la orilla de la amargura
como sed de infinitos,
la distante herida la heredamos
de un falso Dios,
del húmedo trapecio del abismo
siempre en manos del aire.
Las cosas nos conducen a la muerte
en dolorosos acuerdos con la carne.
Como dos ayes disolviéndose en la fantasía
de las serpientes,
de repente es hundirse en la locura.
El amor es el ascenso y la caída.”

Como en la anticipación de Quevedo, entre la vida y la muerte, media el amor. Amor: conciencia de la precariedad del tiempo que duplica la mortalidad de los amantes, para que sea la sutil metafísica de su unión quien los sobreviva en el tiempo. La carne (ese doloroso acuerdo con la vida que nuestro yo fantasma firmó en nuestro nombre antes del nacimiento) es la forma más torpe de la materia y el amor es la expresión más sutil del misterio. Amar es emanciparse del tiempo y asir en el relámpago de la presencia del otro, la eternidad de la que somos fugados. Las decepciones amorosas son también una forma para concretar el miedo a ser nombrado por otro, y por ello es que el poeta supone que amar es la metáfora de los hombres para suponer el vuelo. Ascenso y caída, palabras que inventamos para erigir la verticalidad como nuestro único contacto con lo eterno. Volar y liberarse son dos arquetipos del destino del hombre. Cada uno de nosotros se supone merecedor de cierta acumulación de sensaciones que algunos denominan felicidad. Oliverio Girondo, cuya lujuria emancipadora fue rescatada por Eliseo Subiela en el cine, supuso que la felicidad estaba del lado del olvido del tiempo, que es en últimas el olvido de la mortalidad, y que sólo en el erotismo hallaría respuesta. Miró a las mujeres con el deseo del que quiere perderse de sí para retornar y descubrió que existían mujeres volátiles o ligeras: aquellas capaces de hacer el amor volando. He ahí la felicidad: una mujer que vuela sobre el miedo.

Alguien dirá que caer es la forma más humana de volar. Pero olvidó la capacidad emancipadora de las mujeres volátiles. Aquellas que se deslizan por el cuerpo del otro como plumas ligeras que reclaman su inmortalidad. Como la mariposa, su eternidad dura el instante del vuelo. Tal vez por ello, Dante fue al infierno para retornar al vuelo de Beatriz. Para beber de esa insolencia victoriosa de la mujer que vuela. Es en este sentido, que se puede leer la propuesta de Julio César Arciniegas según la cual, “se va al infierno cuando se ama”. Debiste nacer para conocer a la mujer que vuela. Nacer es entrar en los dominios del miedo, de la carne, de las palabras, del tiempo. Perder algo de inmortalidad y ganar algo de memoria para encontrar al ser que se ama y revolucionarlo todo en su presencia. Amor y revolución no son expresiones contrarias sino complementarias. Dante debió suponer que todos los hombres serían capaces de su osadía para vencer el miedo y encontrar la felicidad. Dante, como Adán Buenosayres, nació para morir y viceversa, como los héroes de nuestro tiempo:

“En alguna parte del purgatorio
Virgilio abandona a Dante,
él siente que está solo
entre los condenados a la eternidad,
ve las sombras de los poetas,
a los héroes que arden en su inmundicia.
En alguna parte Dante abandona la tierra.
Se va al invierno cuando se ama”.


No puedo evadirme de la circunstancia de que me encuentro frente a un hospital. Alguien me dice que la amistad verdadera no es más que enemistad íntima. El guía de Dante tuvo que abandonarlo para coadyuvar a su liberación. Tal vez la amistad sea bufona de sí misma, llegue a ser del todo sincera, como el sentimiento del enemigo, y no tenga en el amor, su distracción más pura. Amar es también hacerse guerrero, construir las utopías, volar y renovar el cielo en el aleteo de una mariposa, no como Julio César Arciniegas parece decirnos cuando canta que:

“Nada hay mientras el viento escala muros y
somete los gritos,
otros construirán las utopías.
Yo he ido confundiéndome con los perfumes,
el poeta no puede aspirar a otra cosa
que ser el bufón de sí mismo.
Nada nuevo encuentra bajo las estrellas”.
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Libro: Color de Miedo.
Autor: Julio César Arciniegas.
Editorial: Ediciones Tiempo de Palabra.
Género: Poesía.
Año: 2002.

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