Diario Momento, Culturales, 26 de junio de 2008
A Néstor y Edwin.
La entrega en su imagen más amplia: la de perderse de sí. ¿A qué difíciles instantes hemos dado nuestro nombre? ¿A qué sucesos hemos concedido nuestra sangre? Tal vez a cierta nada que nos contiene. La imagen poética de Luis Díaz González (Bogotá, 1957), co-fundador de grupo literario Escafandra, es en este sentido contundente: entregarse es darse de raíz, sin amparo alguno. La desnudez es condición necesaria para la bondad de la entrega que en el caso de Díaz González, no tiene receptor, no hay quién repare en ella. A tientas los hombres de una sociedad concreta, la que ha convertido el trabajo y el confort en elementos de una falsa dialéctica que desgarra toda aspiración de libertad y de justicia, no se entregan en el mínimo narciso de sus ansias, sino antes bien, se devoran mutuamente.
La Dulce Entrega es entonces una evocación de dicho desgarramiento y el registro de un Odiseo que no encuentra su Ítaca, y que en los suburbios laberínticos deambula desesperado. El poeta da tumbos y en los rincones más dispares entrega su alma, buscando la reconciliación con una memoria hechizada de la que se sabe descendiente. En la travesía por los rostros, por los cuerpos que rechazan la entrega permanente y cósmica, el poeta elige la ebriedad en contraposición a las flores hipócritas que los fantasmas le ofrecen a cambio de su enajenación mítica. Luis Díaz González halla transfiguraciones en los lugares transitados, en la memoria de los muertos, en el cuerpo de la amada. En todos ellos, sólo una constante: la poesía como decantación, como retorno, como último puerto. La palabra se deshace en su propio nombramiento y es en cierto lenguaje inminente, rodeado de ritmos y rimas, que el autor de Dulce Entrega halla (y ofrece) un territorio del que el extranjero es su mejor memoria, “luz de amanecer/en las tinieblas del laberinto”.
Luis Díaz González ofrece también un distanciamiento frente a lo dado como real. Su búsqueda, análoga a la del místico, es una renuncia de sí. Si soy la imagen de una sociedad sin imagen, no existo. Debo crearme en el verso, debo recorrer el alba invisible de la palabra. Soy la imagen del cosmos y es en él donde hallo la emancipación. La propuesta de Luis Díaz González es la alucinación estética del que ha desertado de todas las formas en las que el estancamiento se convierte en signo. Su signo es la liberación invisible que se escapa de la palabra. Pero ésta, que es ocultamiento y revelación, en su paradoja oblicua, también es el medio que tienen los hombres para insistir en la enajenación de la carne. Así, el desgarramiento es también fuente del conocimiento poético:
“La vida entretejida
de versos fulgurantes,
de historia que se quedan
temblando entre las cuerdas
de una lira que tañe
los silencios más puros
en el alma
y corta sin contemplaciones
los lazos de la carne”.
La deserción es también un acto de amor por el territorio desertado. La vida nos va sometiendo a exilios insospechados, somos los emisarios de la ausencia en el consuelo testarudo de olvidar nombres y lugares. Luis Díaz González nos recuerda que cada uno, a su manera, prepara su exilio en un acto casi amoroso. Entregarse es también escapar. Luis Díaz González es el amigo que se ausenta para declarar su nombradía. Largos períodos se interna en el cuerpo de la mujer amada, en el silencio victorioso de la poesía. A la prepotencia de las relaciones entretejidas en los centros de comercio, en los bancos y oficinas, prefiere la silenciosa convicción de sus cuadernos, la ruptura radical con el tiempo en la afirmación de la ventana de su habitación que no da a la ciudad sino a otra ventana. Es un espejo que multiplica los espejos y sólo proyecta sombras que revelan una verdad que el poeta apenas presiente: “nicho etéreo/ donde el lenguaje/ de la creación se regodea”.
Ese lugar es también la transfiguración del padre que murmura una misma palabra. A su vez, es la emancipación lumínica del paraíso que tiene la más concreta de sus formas en el movimiento centellante de la compañera del poeta. Sean estas palabras un homenaje igualmente concreto a aquellas mujeres y hombres que en su entrega emancipada (en la emancipación de su entrega), han unido sus vidas al poeta. La dificultad merecerá su elogio y sólo basta decir que el amor es una soledad compartida. El poeta, la poetiza, son la soledad de la soledad. Soledad multiplicada, quien ate su vida a ellos, habrá de jugar doble, habrá de cuidar de sí mismo y del otro, en la entrega exorbitante del amor cotidiano. Habrá de hacer del diálogo una forma cotidiana del quehacer poético: una erótica permanente, traducción de sensualismos que a veces quien ha decidido oficiar de desertor de todo, de exegeta del cosmos, olvida fácilmente. La entrega habrá de convertirse en guerra permanente, los seres que se aman, entrechocan sus entregas, se dan multiplicados en el otro para ser ellos mismos en el otro corazón:
“Mujer:
en el fuego
que escondes
anido…
Anido
en la luz
de tus ojos”
El poeta que nos conduce por Dulce Entrega sabe que “después del amor…/ somos un mito/ en medio del mar silencioso de la historia”. Estas palabras, nos reconducen a estas de Lezama Lima: “Poesía y mito conforman una nueva naturaleza, una imago que es la realidad actuante de lo imposible y esta debe encarnar en la historia”. Desde lo más profundo de su desesperación, la Imago de Dulce Entrega esconde una aspiración arquetípica. El mito retorna a la aspiración de verdad que lo estructura y el hombre sabe que cierta voz interior lo convoca a retornar al extravío del infinito, a develar las quintaesencias, a despertar de la alucinación de los quehaceres cotidianos. Díaz González nos dice, como Pessoa, que somos el yo a fuerza de perdernos, que creemos ser el prototipo que la sociedad nos impone. Que la vida es el engaño que nos ofrecen a cambio de una precaria mortalidad: somos una lucha de muchos seres en el mismo cuerpo. La poesía opone resistencia a este morir diario de tantos hombres posibles que la sociedad asesina en cada uno de nosotros para imponer su modelo, de ese nosotros que está por encima del yo y que la poesía anticipa como lucha incesante entre la seriedad y el juego, entre la verdad que habla a través del lenguaje del poder y sus opuestos infinitos:
“Como la muerte,
que vino a desnudarse a mis espaldas,
mi voz ha traicionado las mareas
de mis mares internos
y me ha llevado a perecer en el silencio pusilánime,
me ha arrebatado la luz de la mirada
y la certeza de la palabra…
Como la muerte, un carnaval de ruidos insepultos,
me ha trastornado…
Pero he vuelto en mí:
para despertar a la alegoría del amor,
a los versos y a las cadencias del espíritu,
para andar con los ojos extraviados de infinito,
para ser en carne y en esencia poesía.”
La Dulce Entrega nos revela al fin que el poeta es el llamado a celebrar la fiesta de los tiempos. El ritmo de Dulce Entrega es una incitación a retornar a la inocencia, a hallar la liberación de los seres invisibles, aquellos que son la olvidada eternidad de las sublevaciones. La poesía tiene Carta Blanca para encontrar la felicidad, “para romper los tabúes/ que nos atrofian la sangre”. La entrega poética es subversión liberadora, promesa disgregada de retornar a un territorio libertario. Pero como ocurrió a Virgilio, Luis Díaz González se detiene en la última puerta de su infierno y nos deja a nuestra suerte en el tránsito al paraíso del cual es su cantor y a su vez, un expulsado.
Libro: Dulce Entrega.
Autor: Luis Díaz González.
Editorial: Colección Poética Isla Negra (Bogotá, Colombia).
Género: Poesía.
Año: 2007.
La Dulce Entrega es entonces una evocación de dicho desgarramiento y el registro de un Odiseo que no encuentra su Ítaca, y que en los suburbios laberínticos deambula desesperado. El poeta da tumbos y en los rincones más dispares entrega su alma, buscando la reconciliación con una memoria hechizada de la que se sabe descendiente. En la travesía por los rostros, por los cuerpos que rechazan la entrega permanente y cósmica, el poeta elige la ebriedad en contraposición a las flores hipócritas que los fantasmas le ofrecen a cambio de su enajenación mítica. Luis Díaz González halla transfiguraciones en los lugares transitados, en la memoria de los muertos, en el cuerpo de la amada. En todos ellos, sólo una constante: la poesía como decantación, como retorno, como último puerto. La palabra se deshace en su propio nombramiento y es en cierto lenguaje inminente, rodeado de ritmos y rimas, que el autor de Dulce Entrega halla (y ofrece) un territorio del que el extranjero es su mejor memoria, “luz de amanecer/en las tinieblas del laberinto”.
Luis Díaz González ofrece también un distanciamiento frente a lo dado como real. Su búsqueda, análoga a la del místico, es una renuncia de sí. Si soy la imagen de una sociedad sin imagen, no existo. Debo crearme en el verso, debo recorrer el alba invisible de la palabra. Soy la imagen del cosmos y es en él donde hallo la emancipación. La propuesta de Luis Díaz González es la alucinación estética del que ha desertado de todas las formas en las que el estancamiento se convierte en signo. Su signo es la liberación invisible que se escapa de la palabra. Pero ésta, que es ocultamiento y revelación, en su paradoja oblicua, también es el medio que tienen los hombres para insistir en la enajenación de la carne. Así, el desgarramiento es también fuente del conocimiento poético:
“La vida entretejida
de versos fulgurantes,
de historia que se quedan
temblando entre las cuerdas
de una lira que tañe
los silencios más puros
en el alma
y corta sin contemplaciones
los lazos de la carne”.
La deserción es también un acto de amor por el territorio desertado. La vida nos va sometiendo a exilios insospechados, somos los emisarios de la ausencia en el consuelo testarudo de olvidar nombres y lugares. Luis Díaz González nos recuerda que cada uno, a su manera, prepara su exilio en un acto casi amoroso. Entregarse es también escapar. Luis Díaz González es el amigo que se ausenta para declarar su nombradía. Largos períodos se interna en el cuerpo de la mujer amada, en el silencio victorioso de la poesía. A la prepotencia de las relaciones entretejidas en los centros de comercio, en los bancos y oficinas, prefiere la silenciosa convicción de sus cuadernos, la ruptura radical con el tiempo en la afirmación de la ventana de su habitación que no da a la ciudad sino a otra ventana. Es un espejo que multiplica los espejos y sólo proyecta sombras que revelan una verdad que el poeta apenas presiente: “nicho etéreo/ donde el lenguaje/ de la creación se regodea”.
Ese lugar es también la transfiguración del padre que murmura una misma palabra. A su vez, es la emancipación lumínica del paraíso que tiene la más concreta de sus formas en el movimiento centellante de la compañera del poeta. Sean estas palabras un homenaje igualmente concreto a aquellas mujeres y hombres que en su entrega emancipada (en la emancipación de su entrega), han unido sus vidas al poeta. La dificultad merecerá su elogio y sólo basta decir que el amor es una soledad compartida. El poeta, la poetiza, son la soledad de la soledad. Soledad multiplicada, quien ate su vida a ellos, habrá de jugar doble, habrá de cuidar de sí mismo y del otro, en la entrega exorbitante del amor cotidiano. Habrá de hacer del diálogo una forma cotidiana del quehacer poético: una erótica permanente, traducción de sensualismos que a veces quien ha decidido oficiar de desertor de todo, de exegeta del cosmos, olvida fácilmente. La entrega habrá de convertirse en guerra permanente, los seres que se aman, entrechocan sus entregas, se dan multiplicados en el otro para ser ellos mismos en el otro corazón:
“Mujer:
en el fuego
que escondes
anido…
Anido
en la luz
de tus ojos”
El poeta que nos conduce por Dulce Entrega sabe que “después del amor…/ somos un mito/ en medio del mar silencioso de la historia”. Estas palabras, nos reconducen a estas de Lezama Lima: “Poesía y mito conforman una nueva naturaleza, una imago que es la realidad actuante de lo imposible y esta debe encarnar en la historia”. Desde lo más profundo de su desesperación, la Imago de Dulce Entrega esconde una aspiración arquetípica. El mito retorna a la aspiración de verdad que lo estructura y el hombre sabe que cierta voz interior lo convoca a retornar al extravío del infinito, a develar las quintaesencias, a despertar de la alucinación de los quehaceres cotidianos. Díaz González nos dice, como Pessoa, que somos el yo a fuerza de perdernos, que creemos ser el prototipo que la sociedad nos impone. Que la vida es el engaño que nos ofrecen a cambio de una precaria mortalidad: somos una lucha de muchos seres en el mismo cuerpo. La poesía opone resistencia a este morir diario de tantos hombres posibles que la sociedad asesina en cada uno de nosotros para imponer su modelo, de ese nosotros que está por encima del yo y que la poesía anticipa como lucha incesante entre la seriedad y el juego, entre la verdad que habla a través del lenguaje del poder y sus opuestos infinitos:
“Como la muerte,
que vino a desnudarse a mis espaldas,
mi voz ha traicionado las mareas
de mis mares internos
y me ha llevado a perecer en el silencio pusilánime,
me ha arrebatado la luz de la mirada
y la certeza de la palabra…
Como la muerte, un carnaval de ruidos insepultos,
me ha trastornado…
Pero he vuelto en mí:
para despertar a la alegoría del amor,
a los versos y a las cadencias del espíritu,
para andar con los ojos extraviados de infinito,
para ser en carne y en esencia poesía.”
La Dulce Entrega nos revela al fin que el poeta es el llamado a celebrar la fiesta de los tiempos. El ritmo de Dulce Entrega es una incitación a retornar a la inocencia, a hallar la liberación de los seres invisibles, aquellos que son la olvidada eternidad de las sublevaciones. La poesía tiene Carta Blanca para encontrar la felicidad, “para romper los tabúes/ que nos atrofian la sangre”. La entrega poética es subversión liberadora, promesa disgregada de retornar a un territorio libertario. Pero como ocurrió a Virgilio, Luis Díaz González se detiene en la última puerta de su infierno y nos deja a nuestra suerte en el tránsito al paraíso del cual es su cantor y a su vez, un expulsado.
Libro: Dulce Entrega.
Autor: Luis Díaz González.
Editorial: Colección Poética Isla Negra (Bogotá, Colombia).
Género: Poesía.
Año: 2007.
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